En el cine prima el prejuicio de entender la arquitectura
como una escenografía decorativa. Como una disposición de elementos, texturas y
colores que ambientan el espacio donde se desarrolla la trama narrativa. Se la
concibe como un fondo sobre el cual se despliegan las figuras, una retaguardia
subordinada al deambular de los intérpretes.
No obstante, existen ciertos realizadores para quienes la
a
rquitectura no juega un rol subalterno sino que se asume como disparador
protagónico del relato.
Convertida en una usina conceptual, en la herramienta
inescindible de su estrategia narrativa, la arquitectura pierde el carácter
ornamental para proyectarse como un territorio desde donde edificar una
poética. Este giro redunda en beneficio mutuo: dota al lenguaje cinematográfico
de un recurso que potencia la capacidad sugestiva del film y restituye a la
arquitectura sus atributos expresivos, su aptitud para condensar ideas y
emociones. Ya en sus orígenes, el cine buscó tomarle el pulso a la ciudad con
un registro documental.
Desde la ciencia ficción, las vanguardias blandieron su
crítica contra las utopías urbanas del futurismo. Descreídas del progreso,
idearon films donde las profecías derivan en su inverso: una ciudad distópica
de matriz totalitaria.
Tributario de la posmodernidad, el film de Scott plasma bajo
la pátina de una llovizna gris, una ciudad ecléctica, de majestuosos edificios
abandonados, calles cosmopolitas, mercados atestados, ruinas, y basura
atravesada por columnas griegas, dragones chinos, pirámides egipcias y anuncios
de neón.
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